lunes, 11 de diciembre de 2006

Mi abuela está en el columpio

Parrillada tres

Por El hijo putativo de Luc.

Hijueputa!! dijo, después que la guagua de la María, pícara e impertinente como siempre, nos ahuyentó. Esas fueron sus primeras palabras tras el susto y las últimas que oiría de ella.
El sábado era prometedor. La cúpula acartonada de la iglesia y toda la quebrada guapuleña estaban iluminadas por un sol que invitaba a abrazarse sin ropa. Mi intención, claro, siempre fue esa, pero las etiquetas de la primera cita formal y su pinta de mojigata franciscana hicieron que me frene un poco. Un poco no más.
Y es que su bronceado esmeraldeño y el escote de su blusa hippie hicieron que mis instintos animales fueran dignos de documental.
La fiesta se prendía, ya entrada la tarde, con el “alma en los labios” cantada a coro una cantidad insoportable de veces por gargantas afiladas cual gato, gracias al tufo inconfundible de las puntas con mandarina.
Sus padres y los míos ya se besaban entre ellos, la amistad de años que los obligaba a embriagarse de cuando en vez nos había juntado en un tercer intento.
El pasto que se abría paso entre las chocleras de mi madre me lo conocía de memoria. La Manuela, la Jimena y la Olga rindieron sus quiteños cuerpos allí, cada que mis besos las aturdían.
Pero ella era diferente, difícil la condenada. Las dos parrilladas anteriores, en las que mi padre hacía alarde de su arrivista hospitalidad, me permitieron arrancarle los primeros besos, esos de juego, luego que la botella giraba en el piso apuntando siempre a mis hermanas y sus primas. Los naipes, la guija y la cama comunal solo fueron el inicio.
A su llegada, nuestra mirada y las ganas de su viejo de devorarme vivo hicieron notar a todos que algo había. Luego, extasiados por el chorizo y las mollejas ya nos cogíamos la mano sin problema bajo la mesa.
El postre lo llevamos al pasto, luego de convencer por fin a su hermano que les enseñara el nintendo a los enanos.
Sería el dulce de la torta y lo deliciosamente empalagoso de sus besos lo que hacía que el jean me quede cada vez más corto. Ella lo notaba, pero se hacía la loca.
“El que persevera alcanza” era una de las tantas frases Cuactémoc Sánchez de mi viejo, y en ese momento la seguí al pie de la letra.
No podía más. El recuerdo de mis aventuras pasadas, calcadas en ese pasto verde y sus pechos que se convertían en dos torres me obligaban a transformarme en molusco.
Los cuentos sexuales de mis amigos no podían opacarme a la hora del recreo. El lunes sería yo el centro de atención.
El reciclaje nos importó poco, las hormigas ya se comían los platos desechables. Era hora de embestir. Renuente se dejó no más llevar hasta el piso. Los cuatro bellos de mi pecho se dieron cuenta que no llevaba brasier. No lo soporté. Las voces de la casa ya se escuchaban en el patio, los guaguas y los perros corrían a los juegos. El David y la Paulina ya estaban en el sube y baja. Nada me importó, igual, lo choclos de mi vieja estaban a punto de cosecha y eran muralla natural.
Quiso safarse y ataqué al cuello, ella tampoco aguantó. Las voces de los guaguas iban y venían. Tocaba hacerlo rápido, muy rápido. Desabroché el botón y mi barriga respiró. Desabroché el suyo y su pupo seguía recto, precioso. Su cachertero rosa hizo que mis ojos se llenen de alegría. Esa alegría me ensordeció y no me percaté de los pequeños pasos por el sembrío, solo salté cuando la pequeña guagua me susurró casi en el oído: “niño Juan, ya lo vio, ya lo vio, la abuela está en el columpio”.

2 comentarios:

P. Simon Torres dijo...

Es una buena foto el texto, es decir claro se ve lo que debe ver y alcanza incluso a tener un cierto aroma... es un buen paisaje es un buen dibujo del paisaje...

ACS dijo...

Ya no me acuerdo bien qué había escrito al respecto, porque esta cosa se pudrió. En resumen, me llegó a gustar pese a que se pone demasiado criollo para mí. Es un momento acertadamente capturado porque así suelen ser esos procesos, con los añadidos que les rodean cuando suecede al aire libre.