lunes, 16 de julio de 2007

HOY ME SIENTO OPTIMISTA

Mi viejita
por: Reo del 23

Ya me quitaron el respirador. El doctor se despide silenciosamente de mi viejita, que ataviada de negro aprieta con fuerza su pañuelo blanco, mientras llora desconsolada y con un silencio respetuoso, sentada en la mecedora que colocó junto a mi cama desde hace casi un año, cuando dejé de acompañarla todas las mañanas a comprar la leche y el pan.

No le puedo achacar mis malestares de ahora a la vida rutilante con la viejita. Cincuenta y dos veces le he dicho que la amo cada veintisiete del diez. Cincuenta y dos ramos de flores custodiaron siempre los chocolates caseros de don Fulgencio, el artesano de los sabores del pueblo, quien preparaba con antelación de un mes el paquete especial con el que acompañaba yo las tortas de naranja de los cumpleaños de mi querida viejita. Cincuenta y dos pollos a la naranja, servidos con sobriedad junto a las patatas y a pequeños anillos de zanahoria, melloco y tomate, manjar con el que mi madre homenajeaba ni nacimiento y detalle que conservó mi querida viejita cada uno de los cincuenta y dos diez de enero.

Cincuenta y dos años multiplicados por cada una de sus noches en los que pese a que la vida re dibujó con violencia nuestras formas, no encontrábamos nada más emocionante que mirarnos a lo ojos, con la luz de la veladora de su mesita de noche, mientras el uno ponía el pijama al otro en un ritual lento, emotivo y apasionado.

La vida nos gastó, nos apaleó, nos dejo ver que de pobres no saldríamos y que de dichosos solo lo que forjemos juntos conseguiríamos. Ahí están ahora, ocho criaturas de jeans y vestiditos que revolotean por la casa a expensas de sus padres, sin importarles el silencio que se debe guardar en la casa de los abuelos, en una situación y en un momento de angustia como el que causaba mi lecho.

Sus risas y sus zapateos opacaban los sollozos de mi viejita y no dejaban que entre yo en la luz clara que asomaba, solo conseguían que evoque las mismas risas y los mismos zapateos que perseguía yo por los mismos corredores, con la misma alegría, con la misma vida con la que alcanzo a escuchar tan reconfortante coro de partida.

El mayor de mis muchachos entra despacio, trae el agüita de cedrón para mi viejita. Le quita el tejido de las manos y le pone la pequeña taza, parte de la primera vajilla que fue el regalo más significativo de la boda. Está grande, se me parece, su esposa entra despacio también y le entrega las galletitas para que le de a su madre, ve en el rostro de mi muchacho la desazón y le da el beso reconfortante, de esos como los que recibí yo siempre de mi viejita en los momentos de angustia, en las alegrías, en las partidas y en las vueltas y en cada noche de pijama.

Detrás de la nuera aparecen los angelitos con sus caras sudadas de tanto juego, ajenos a lo que pasa a este lado de la puerta y solo exigiendo el helado prometido. La pequeña lleva un vestido rosa con una flor en el pecho, dos trenzas en el pelo y una sonrisa que deja ver que ya empezó a mudar sus dientes. Me mira con asombro, con miedo y con ternura, siempre me tuvo un poco de recelo, la barba canosa nunca le pareció acogedora.
Todos salen, les parece demasiada presencia en un espacio tan corto, solo mi viejita casi inmóvil se queda a mi lado, la taza está en la mesita y tiene entre sus manos nuevamente el tejido que la ha acompañado todo este tiempo. Me mira, me cambia el paño húmedo que llevo sobre la frente y me acaricia, se sienta y sigue en su tarea inmóvil de acompañarme, de tejer, de velarme, de no separarse nunca como nunca se ha separado, de ser mi compañera. Y ahora yo, cada vez más cerca de esta luz que encandila, que quema, que sumerge y que me aleja de ella.

Voy a extrañarla, voy a extrañar sus besos, voy a estar triste sin ella, pero sigo oyendo a lo lejos el coro de esos zapateos y esas risas y estoy optimista, porque pese a que se que va a estar triste y sola, se que estará bien, y se también que no faltará mucho para que volvamos a ponernos juntos la pijama.