lunes, 11 de diciembre de 2006

Mi abuela está en el columpio

Taxis embalados

Por Ángel Grau


En el colmo de la arrogancia, el hombre se atreve a alzar la cabeza y a escupirme un gargajo de sangre roja con odio verde que apenas me llega a la mejilla. Entonces sí pierdo la cabeza. Media hora de patadas no son suficientes para ese pobre pinta de empleado público autosuficiente, él que piensa que su carnet de alto funcionario de un ministerio le sanforiza contra un buen asalto y una mejor golpiza. Pero se lo busca con ese proyectil de babas espesas y hediondas, se lo busca y se lo gana. ¡Chas!, una puñalada en el costado. ¡Chas!, otra puñalada en el glúteo.
Mi abuelita está en el culumpio, se ha levantado, ha llegado al final del parque, se ha detenido en la acera del otro lado de la calle, ha cruzado los brazos, se ha erguido, me ha mirado y me ha mirado con unos ojos romos.
¡Chas!, le hundo el puñal en el pupo, le corto el nexo con este mundo de vivos, le abro la puerta para que se desbarranque hacia las sombras. Me sorprende que el tal no se haya quejado, a lo mucho ha bufado en cada golpe de puñal, pero ni un ay ha salido de su trompa ensangrentada. Después del ultimo cuchillón su cuerpo –está en posición préñica, se sostiene de la vida en su estado origen- el cuerpo se pendulea a derecha e izquierda, a derecha e izquierda, a derecha e izquiera; no se desploma el muy huevón.
Mi abuelita no ha pestañado. Se le habrá dormido la columna vertebral porque el único movimiento que realiza es adelantar 20 centímetros el pie izquierdo.
Rebusco, busco y rebusco, cojo y recojo, el reloj 20 dólares, aro de matrimonio 30 dólares, la billetera 120 dólares incluidas las tarjeta, los zapatos de mi talla, el llavero a la alcantarilla, la cadena 20 dólares, la estilográfica 10 dólares, la tarjeta de cajero qué pereza buscar la clave, la chaqueta de cuero dos lavadas y de mi talla, la vianda plástica para el almuerzo burócrata vuela lejos. Al fin, la computadora portátil, 350 dólares, ojalá.
Mi abuelita intenta una vez cruzar la calle hacia mí pero pasa un taxi embalado y desiste de por vida de cualquier atravesamiento. Ha alzado la mano y me ha saludado y me ha llamado para que vaya donde ella.
¡Chas!, la última puñalada en el pulmón. El huevón sigue embrión. Me levanto para ir donde mi abuelita y ¡chas!, otro taxi embalado me pasa por encima. La computadora 350 dólares vuela más alto que yo, pero mi cuerpo cae como piedra muerta sobre el parabrisas del vehículo, primero, y sobre el pavimento, después. No sé cuanto tiempo ha pasado, no importa, el tiempo ya no pasará más excitando mis poros. Miro a mi alrededor para grabar la última imagen de mi yo en mi mundo. Mi abuelita está en el culumpio.

Mi abuela está en el columpio

Parrillada tres

Por El hijo putativo de Luc.

Hijueputa!! dijo, después que la guagua de la María, pícara e impertinente como siempre, nos ahuyentó. Esas fueron sus primeras palabras tras el susto y las últimas que oiría de ella.
El sábado era prometedor. La cúpula acartonada de la iglesia y toda la quebrada guapuleña estaban iluminadas por un sol que invitaba a abrazarse sin ropa. Mi intención, claro, siempre fue esa, pero las etiquetas de la primera cita formal y su pinta de mojigata franciscana hicieron que me frene un poco. Un poco no más.
Y es que su bronceado esmeraldeño y el escote de su blusa hippie hicieron que mis instintos animales fueran dignos de documental.
La fiesta se prendía, ya entrada la tarde, con el “alma en los labios” cantada a coro una cantidad insoportable de veces por gargantas afiladas cual gato, gracias al tufo inconfundible de las puntas con mandarina.
Sus padres y los míos ya se besaban entre ellos, la amistad de años que los obligaba a embriagarse de cuando en vez nos había juntado en un tercer intento.
El pasto que se abría paso entre las chocleras de mi madre me lo conocía de memoria. La Manuela, la Jimena y la Olga rindieron sus quiteños cuerpos allí, cada que mis besos las aturdían.
Pero ella era diferente, difícil la condenada. Las dos parrilladas anteriores, en las que mi padre hacía alarde de su arrivista hospitalidad, me permitieron arrancarle los primeros besos, esos de juego, luego que la botella giraba en el piso apuntando siempre a mis hermanas y sus primas. Los naipes, la guija y la cama comunal solo fueron el inicio.
A su llegada, nuestra mirada y las ganas de su viejo de devorarme vivo hicieron notar a todos que algo había. Luego, extasiados por el chorizo y las mollejas ya nos cogíamos la mano sin problema bajo la mesa.
El postre lo llevamos al pasto, luego de convencer por fin a su hermano que les enseñara el nintendo a los enanos.
Sería el dulce de la torta y lo deliciosamente empalagoso de sus besos lo que hacía que el jean me quede cada vez más corto. Ella lo notaba, pero se hacía la loca.
“El que persevera alcanza” era una de las tantas frases Cuactémoc Sánchez de mi viejo, y en ese momento la seguí al pie de la letra.
No podía más. El recuerdo de mis aventuras pasadas, calcadas en ese pasto verde y sus pechos que se convertían en dos torres me obligaban a transformarme en molusco.
Los cuentos sexuales de mis amigos no podían opacarme a la hora del recreo. El lunes sería yo el centro de atención.
El reciclaje nos importó poco, las hormigas ya se comían los platos desechables. Era hora de embestir. Renuente se dejó no más llevar hasta el piso. Los cuatro bellos de mi pecho se dieron cuenta que no llevaba brasier. No lo soporté. Las voces de la casa ya se escuchaban en el patio, los guaguas y los perros corrían a los juegos. El David y la Paulina ya estaban en el sube y baja. Nada me importó, igual, lo choclos de mi vieja estaban a punto de cosecha y eran muralla natural.
Quiso safarse y ataqué al cuello, ella tampoco aguantó. Las voces de los guaguas iban y venían. Tocaba hacerlo rápido, muy rápido. Desabroché el botón y mi barriga respiró. Desabroché el suyo y su pupo seguía recto, precioso. Su cachertero rosa hizo que mis ojos se llenen de alegría. Esa alegría me ensordeció y no me percaté de los pequeños pasos por el sembrío, solo salté cuando la pequeña guagua me susurró casi en el oído: “niño Juan, ya lo vio, ya lo vio, la abuela está en el columpio”.

Mi abuela está en el columpio

Mi abuelita está en el columpio

Por: Lema

En estos momentos tan difíciles, llegan a mi mente los recuerdos de la niñez, como un reconfortante abrigo para mi alma. Permiten a mi ser transportarse en el tiempo para olvidar el dolor, recorrer muchos espacios, muchas vivencias, pero el corazón me trae a este mismo lugar, en otra época, en la más feliz, la que nunca quise que acabe, la que nunca quiero olvidar..
La primavera inunda el jardín de colores y alegría, mientras mi hermano y yo correteamos en los caminitos rodeados de flores, mi padre está pintando la casa de bruno el perro malhumorado y perezoso que se confunde con el tapete de la entrada, mientras mi madre cose mi vestido para la fiesta de la prima Clara, luce hermosa como un ángel laborioso sentada en el silloncito colgante de la estancia, al que mi hermano y yo llama “el columpio”, ya que ha sido cómplice de nuestros juegos y batallas, del que volamos como cohetes obviamente cuando papá y mamá no nos veían.
Mi madre disfruta de cada momento allí, era el lugar de sus sueños, desde niña cuando en la pobreza de su familia solo podían compartir un cuarto oscuro y húmedo entre todos, que daba a una callejón deprimente rodeado de altas paredes.
Pero toda esa pobreza no logró dañar su corazón siempre fue una mujer bondadosa y tierna, pero al mismo tiempo una luchadora incansable y lo reflejaba en su estampa, negra cabellera, ojos penetrantes y una sonrisa amable, fuertes brazos y potentes piernas que le servían para aguantar grandes jornadas en la fábrica de medias. Fue por eso que mi padre se enamoró de ella desde el primer instante que la vio, sentada sobre un tronco en el parque mientras tronaban los juegos artificiales que anunciaban el inicio de las fiestas del pueblo.
Se sentó junto a ella y le dijo “realmente estos explosivos son muy peligrosos”, y mi madre le preguntó “por qué si no hacen daño a nadie’” y él le respondió perdido en sus ojos: “Porque estàn provocando que los Ángeles caigan del cielo”... Mi madre riò a carcajadas con el que para mi padre era el màs serio de los piropos, mientras el tronco cedìa y giraba hacia atràs hasta dejarlos de espalda sobre el suelo y los pies apuntando al vistoso cielo, tronco alcahuete como una celestina, unirìa muchas páginas del libro de nuestras vidas...
Les costó mucho trabajo a los dos darle forma a su hogar soñado, mi padre carpintero de oficio construyó con sus propias manos gran parte de la casa y juntos sembraron cada árbol y cada flor del jardín, todo con mucho amor y cuidado.
En la estancia, en aquel rincón mágico, mis padres se sentaban juntos por horas a mirar las estrellas, y hablar como los enamorados de siempre, allí mi madre nos aconsejaba o nos consolaba, allí le conté de mis primeros amores y desamores, allí mi hermano le dijo que quería ser piloto, yo les anuncié mi casamiento y años más tarde la noticia de mi embarazo, ....espacio siempre acogedor, siempre nuestro.
Años más tarde sucedió lo inesperado, una mañana en la tienda principal del pueblo mi madre se desplomó y quedó tendida en el piso sin sentido, pronto llamaron a mi padre y la llevaron al médico, ella se negaba diciendo que solo era un leve mareo pero más tarde y después de una serie de exámenes el doctor nos dio la mala noticia, mi madre tenía un gran tumor en el cerebro, y ya no podían operarla, solo darle medicamento para que no sufriera tanto.
Comenzaron pronto los fuertes dolores de cabeza, las lagunas mentales, el deterioro lento y doloroso, todos decidimos cuidarla en turnos, incluso Ani mi hija de cuatro años, se la pasaba junto a ella, pidiéndole que le contara historias para que no se pierda en su propia mente.
Y fue cuando mi madre le contó un pequeño secreto, aquel tronco celestino en el que los dos entregaron su corazón, siempre permaneció en nuestras vidas ya que de el, mi padre construyó el columpio de la estancia...
La enfermedad no le dio tregua los dolores eran cada vez más intensos, ya no reconocía a nadie, al principio provocaba como un relámpago que su cuerpo se activara, salía corriendo semidesnuda, o no paraba de caminar durante semanas sin poder dormir y la ponía muy agresiva, sin que todos juntos la podamos contener. Pero luego la apagó, como el viento a una vela, y allí en su inconciencia con la mirada perdida solo hacia movimientos ligeros para indicarnos que nos podía escuchar que nos sentía, que no podía seguir así, hasta que se dejó morir....
Mi padre junto al ataúd no para de llorar, desconsolado, perdido, con un vacío en su corazón que le hiela el alma. Mi hermano y yo a una corta distancia solo podemos pretender ser fuertes, él lo necesita, pero lo que queremos es gritar de dolor y tristeza.
De repente como una brisa aparece mi Ani en el salón, se acerca a su abuelo con los ojillos chispeantes y susurra algo en su oído, la cara de mi padre se ilumina y un suspiro de alivio infla su pecho de paz, mientras se acerca al vidrio del ataúd, lo besa y le sonríe al rostro inerte de mi madre.
Con gran curiosidad pronto intercepto a mi pequeña y le pregunto que le había dicho a papá y ella con un gesto de complicidad me responde. Acabo de verla, está allí, y me ha sonreído, mi abuelita está en el columpio......

Mi abuela está en el columpio

¿Cómo sabías que vendría hoy?

por: Los caballeros no tienen memoria

No creo que mi abuelita se haya vuelto loca ni nada. Esta guerra, como todas, es absurda y la viejita tiene todo el derecho de hacer lo que le plazca, sobre todo en momentos como éste. Al verla salir del búnker entre los pedazos de tumbado y la tierra que me intenta cegar, no puedo evitar sentir envidia por el gustito romántico que se piensa dar. Sube las escaleras con toda la velocidad que le permiten sus piernas cansadas, los escombros y las explosiones, con la misma emoción de las primeras citas en serio con el abuelo.

Se conocieron hace demasiado tiempo como para que a alguien le importe, ella tenía 5 añitos y él le duplicaba la edad. Pelearon por ver quién se quedaba en el columpio y ella ganó con un puñado de polvo en los ojos de su adversario... desde chiquita fue una desgraciada. Después de ese encuentro se vieron casi todos los fines de semana, cada vez más amigablemente, y llegaron a quererse en verdad, sentados uno al lado del otro en el mismo columpio. Ya no quedan vestigios de las flores que él le regalaba a la niña que le ganó el primer round, pero, hasta donde me acuerdo, los ojos del abuelo sonreían al verla pasar, arrugada, con un plato de sopa o la lavacara llena de medias para lavar.

Aquí, debajo de la mesa del sótano donde intento alargar un poco más mi vida, siento la muerte silbar en mi oído con cada bomba que va cayendo. Ya no más nos ha de pegar alguna... Tengo miedo pero no puedo dejar de imaginar a mi abuelita mientras trata de llegar al parque de la esquina, no sólo ahora, sino desde siempre, desde que empezó a sentir algo diferente en su cuerpo y en su corazón. Los años la iban convirtiendo en una delicada muchacha capaz de escalar cualquier árbol, con ojos vivaces y pechos firmes. El abuelo quedó flechado para siempre el primer día del sexto curso, cuando la vio con su uniforme. Ella, que no es tonta, utilizó sus pestañas para no dejarlo ir nunca... o casi nunca.

Abro los ojos y toso como si necesitara vomitar mis pulmones. El impacto fue muy cercano y casi se nos viene la casa encima. Limpio mis ojos con ayuda de mis lágrimas. Lloro, pero mi llanto no es nada comparado con el que mi abuelita derramó fruto del éxtasis y del dolor, aquella primera noche de noviembre, cuando el viejo le hizo el amor por primera vez al vaivén del columpio. Se abrazaron largos minutos al terminar, ella con su llanto y él con su cansancio de haber corrido la maratón. Se casaron un par de años después y tuvieron 3 hijos, no tantos hijos como los que sus cuerpos hubieran querido. Los criaron a ellos y después a nosotros, los nietos, entre travesuras en la cocina, vidrios rotos y, sobre todo, entrañables juegos en el columpio.

Y un día, mi padre y mis tíos tuvieron que responder al hipócrita llamado de la patria, la misma patria que le cerró tantas veces la puerta a mi familia por no tener dinero ni apellido. Después que toda su descendencia dejó la vida en las trincheras, mi abuelo decidió entregar también la suya y se despidió de su amor en el columpio. "Espérame aquí cuando regrese", le dijo en medio de interminables besos, los más tristes que uno pueda imaginarse. Ella no volvió a ser la misma después de la noticia de la muerte de su amado. Si bien había ido perdiendo un poco de vida con la muerte de cada hijo, mi abuelo se llevó a la tumba las ganas de sobrevivir de la viejita.

Oigo caer una bomba con el silbido característico... Viene bastante cerca. Sé que caerá en el parque. Cierro los ojos y puedo ver llegar a mi abuelo, tan joven como nunca lo vi. Camina tranquilamente hacia la mujer que lo espera con lágrimas de alegría. Lo que viene después es sólo una explosión, pero puedo adivinar que él se le acerca con los brazos abiertos, la besa como aquella vez y le dice "¿Cómo sabías que vendría hoy?", mientras, tan tranquila y feliz, mi abuelita está en el columpio.